CUENTO DE ORLANDO MAZEYRA


Nos es grato publicar el cuento de Orlando Mazeyra que obtuvo una merecida mención honrosa en el reciente concurso de relato breve de la Feria del Libro de Trujillo.

BANDEJA DE ENTRADA

Orlando:
En verdad, no sé qué texto me has enviado. ¿Es un testimonio personal? ¿Un fragmento de novela? ¿Tu capitulación en la pelea literaria? ¿Tu conversión al carrusel religioso? No lo sé. Para mí, en todo caso, es un texto desigual, distinto a los que me enviaste hace un tiempo, que estaban muy buenos. Los anteriores eran cuentos, con un estilo controlado, una estructura definida y un remate de historia redonda. Lo que veo aquí es rarísimo y, a decir verdad, no sé cómo tomarlo. Tiene partes inteligentes y bien escritas, y otras en las que se nota que estás confundido. ¿De qué se trata esto? ¿Qué ha pasado contigo?
Si es un testimonio y vas a cambiar el fanatismo literario por el religioso, tan solo porque el medio 'culturoso' peruano es hostil o porque un buen cantante de boleros te ha comido el coco, allá tú. Es tu decisión. Por los dos caminos, ni qué decir, todos nos vamos a la mierda, aunque con la religión, debo reconocerlo, muchos parten con una sonrisa en los labios.
Espero que no hayas claudicado, pues creo que tienes talento.
Por otro lado, te informo: en este mundo ya nadie triunfa. El triunfo es una ilusión óptica, ya que la humanidad ha perdido el carnet de trascendencia. Uno no debe buscar eso. Uno solo debe buscar hacer las cosas cada día mejor. No temerle al fracaso. El fracaso es un cómplice, un aliado: muchas veces nos da una mano para salir del hoyo. Como decía el gran Cortázar, la vida es caer y levantarse.
Te deseo lo mejor,
F.

Pocos, muy pocos, saben que no siempre fui un pastor evangélico: antes soñaba con llegar a ser novelista. ¡Qué extraños suelen ser los designios del Señor! Eso sí, los libros de Arguedas tuvieron la culpa. Luego vinieron otros, de distinta factura, aunque ninguno como Los ríos profundos, pues ––después de Dios y la Biblia, por supuesto–– descubrir al niño Ernesto fue lo mejor que me pudo pasar en la vida.
––Si quieres ser escritor, yo te apoyo, pero tienes que irte a Lima de una vez, porque acá sólo serás un borrachín frustrado como tu tío Toño o, peor aún, un putañero sin rumbo, una bala perdida como el Loco Saldívar ––me dijo mi padre y me mandó directo para la capital, sin preguntarme siquiera qué opinaba yo al respecto. No hizo bien ni hizo mal, simplemente lo hizo. No hay vuelta que darle: "Yo he vivido más que tú, por eso tienes que hacerme caso en todo", solía repetirme siempre.
Llegué a Lima con la esperanza de poder codearme con escritores notables: pedirles consejos, además de lecturas. A algunos logré alcanzarles copias de mis relatos más logrados (siempre cargaba religiosamente en mi mochila un par de fotocopias de mis elucubraciones, para cualquier eventualidad). Fue un error, desde luego; pues todos me prometían que revisarían mis manuscritos y me escribirían (les anotaba rápidamente mi correo electrónico o mi número telefónico en la primera hoja de los cuentos, y juro que lo hacía con una ilusión digna del mejor relato acerca de escritores fallidos). Nunca me llamaron o respondieron. Siempre me quedó la duda de si llegaron a leer mis historias o si las echaron al tacho sin mayor trámite. Pienso que no las hojearon, porque, en verdad, estoy convencido de que no eran tan malas.
Cuando ya me hastié del tedio de las clases universitarias (y de repartirles fotocopias de mis textos), quise compartir aunque sea una cerveza con ellos, hablar de literatura (la suya y la mía), el compromiso social y de la realidad nacional.
––¿Por qué quieres ser escritor? ––me preguntó Oswaldo en el bar Palermo.
––Porque me da la gana ––respondí con la altanería que dan los buenos tragos y la candidez juvenil.
––Entonces tienes que escribir mucho, leer el doble y vivir intensamente.
––¿Vivir intensamente? ––le pregunté mirando su profusa y encanecida cabellera… la gente canosa siempre me pareció sabia.
––¡Por supuesto! ––anotó––. Si no vives con intensidad, entonces sobre qué chucha vas a escribir.
Él estaba equivocado, era ateo, su única religión era el marxismo. A veces creo que fracasé porque, en realidad, sólo acaté una de las tres indicaciones: la tercera, por supuesto. El día que cumplí mis dieciocho años lo decidí: voy a vivir intensamente.
Me olvidé del enorme lago y de los hermosos cerros de mi pueblo y, también, de mi loco afán de novelar el mundo andino, al que yo creía conocer con una perfección sobrenatural, arguediana. Así, me metí de lleno en Lima: "mi Lima", como afirmaba cuando paseaba de noche por toda la avenida Arequipa. Y, mientras devoraba a Bukowski, conocí a Rilo (un escritor marginal que me prestaba libros raros), me peleé con Malca (luego supe que era el autor de una salvaje y estremecedora novela llamada Al final de la calle) y le hice llegar un guión de cortometraje a las propias manos del cineasta Pancho Lombardi: era una historia sobre Karicia ––con K, como ella misma me lo aclaró antes de desnudarse para brindarme sus servicios––, la puta que me desvirgó y enamoró en Las Cucardas.
––Lo voy a revisar ––me dijo displicentemente––, pero no te prometo nada.
"Sí, huevón…", pensé para mis adentros, recordando esa vieja promesa que me hicieron tantos escritores grandes, mediocres o desconocidos…
En la peor chingana que he pisado en mi vida conocí a Iván Cruz, fenomenal cantautor cantinero y, por si fuera poco, compañero de ruta. No tengo la menor duda en afirmar que él era un fuera de serie, un LOCO con mayúsculas. Esa misma noche probamos de todo y nos reímos de todo y de todos (empezando por nosotros mismos)… Realmente andábamos perdidos, confundidos… pero, ahora lo sé, siempre estuvimos al lado del Señor: ¡por eso nos salvamos!
***
––¿Apellido? ––preguntó al verme frente a él, sin siquiera mirarme ni estirar la mano en señal de saludo, tal como lo dicta la más elemental urbanidad. Casi de inmediato, su rostro y la inútil Olivetti que había al lado de su ordenador me hicieron recordar a Pablo Quintero. Por esa época yo tenía la extraña obsesión de buscar en la vida real a todos los personajes que Almodóvar inventaba en sus películas.
––Mazeyra ––le respondí nerviosamente, escondiendo las manos en los bolsillos de mi pantalón e intentando dar un paso hacia atrás.
––Ah ––exclamó con desagrado mientras tachaba la carátula de un manuscrito cuyo título alcancé a leer: Todos somos Mentiras––, tú debes ser Orlando Mazeyra; el que le dejó a mi hija esa novelita sobre unos maricas nihilistas que pretenden fundar un nuevo país en la amazonía.
––La novela se llama Selva virgen, señor Cornejo, y me parece que el argumento es algo más complejo de lo que usted se imagina ––alegué perturbado––. Talvez la leyó mal, pero no tengo ningún apuro en llevármela: léala de nuevo si gusta, para que la entienda cabalmente y así tenga un mejor panorama antes de juzgarla. Ojalá pueda comprender que, en primer lugar, la elección de la selva no es arbitraria ni mucho menos gratuita, más bien, trato de recoger lo mejor del mundo andino y del costeño para armar un mosaico, un artefacto unificador que se gesta en la selva pero que crece y, desde allí, se alarga hacia todos los rincones del Perú.
––Mira ––me dijo antes de encender un cigarrillo a medio consumir que rescató del cenicero––, no quiero sonar irrespetuoso, pero vete a otro lado con ese floro. A mí me gusta ser bien sincero con estas cosas: no tienes pasta, dedícate a otra cosa, compadre. Tu novela no pasa de ser un folletín insípido en donde afloran los lugares comunes, un manual para reprimidos que no se atreven a salir del ropero. La historia está más verde que la selva en la que instalas a tus personajes, y, además, me podrás acusar de homofóbico, prejuicioso o ignorante. Te aclaro que no lo soy, por algo tengo una editorial transparente y con un prestigio bien ganado. Y, aunque no me lo vayas de creer, te puedo asegurar que yo admiro más que tú a Eielson, Adán y al mismo Reynoso; pero ya no me gusta publicar historias sobre afeminados… y menos si son tan malas como la tuya.
Insólita perplejidad en mis ojos y fuego redomado que, de abajo hacia arriba y abriéndose paso, lamía apurado las paredes de mis entrañas. El silencio alojó a mi impotencia por menos de diez segundos; pero el silencio a veces quema:
––¡Me llega a la punta del pincho toda la mierda junta que dices! ––repuse indignado; todo lo que acababa de escuchar acerca de mi novela había avivado mi rabia hasta rebasar el límite––. ¿Quién chucha eres tú para menospreciar con tanta raza lo que escribo? ¿A quién le has ganado, petulante de mierda? ¿Cuándo fuiste?
––Creo que ya es hora de que te vayas ––me dijo entregándome mi manuscrito con una cautela tal que me puso en sobre aviso: me gustó verlo pálido, asustado. Sentí un desconocido placer que no hizo más que terminar de soltarme la rienda. Nunca en mi vida le había inspirado tanto temor a nadie. La escena, aparte de magnífica, era digna de novelarse: yo, escribidor en ciernes, escupiendo insultos en la cara de uno de los editores más influyentes del Perú. ¿Alguien me lo creería?
––Tienes razón, Cornejo, ¡acertaste otra vez, oh, editor infalible! ––le dije aplaudiendo con violencia muy cerca de sus narices––. No tengo pasta, no tengo ni una puta pizca de talento… pero igual escribo y lo seguiré haciendo hasta que me lo pidan los cojones. Yo me mato escribiendo todos los días y no arrugo como otros. ¿Sabes de quién estoy hablando o te vas a hacer el huevón?
Se quedó petrificado, confundido, con una boca entreabierta que albergaba dientes amarillentos y desgastados. Luego de varios segundos de indecisión, ejecutó un movimiento torpe y ridículo que hizo caer el cenicero al suelo. Se quedó mirando en silencio cómo las cenizas se terminaban de esparcir por encima de la alfombra.
––Hazme un favor, cholito ––rematé con un tono sarcástico y algo forzado––: cuando te atrevas a escribir algo, házmelo llegar para limpiarme el culo con eso. Yo te prometo que cuando vuelva a escribir sobre maricones me voy a inspirar en ti y en la cara de loca desesperada que has puesto. No te las des de intelectual, porque tú no eres más que un aprendiz de alimaña.
***
Al único que me creí capaz de contarle mi amarga experiencia con el editor Cornejo fue a Iván. Él, sin ser escritor y sin conocerlo personalmente, me creyó:
––No les hagas caso: así son esos.
Muchos lo subestiman, inclusive hasta el día de hoy que ya es otra persona, pero Iván siempre fue una persona amable y conversadora. A veces hasta hablábamos de literatura… sus lecturas tenía…
––Yo no creo en dioses ni en musas ––me dijo Iván––. La inspiración no es otra cosa que una mentira; la mentira madre de todas las mentiras que han inventado los hombres. Aceptar que la inspiración no existe puede resultar siendo trágico para algunos, pero para otros, como yo, esta aceptación da paso a la auténtica creación.
––¿Y cuál es la auténtica creación? ––le preguntaba para darle más cuerda.
––La de los bulldozers. Los artistas somos como esas enormes máquinas. Nuestra potencia radica en nuestras palabras; mejor en singular: la palabra… Con las palabras nos abrimos camino y somos como los bulldozers. ¿Recuerdas a Valdelomar?
––El caballero Carmelo …
––No te hablo de ese cuento que, de hecho, es una historia muy linda; me refiero a sus opiniones acerca del arte. Si no estoy hablando piedras, creo que él fue quien dijo que el primer deber del artista era abrirse camino y no dejar que los demás lo aplasten.
––Me parece una idea cierta e interesante que me hace recordar al viejo Cornejo: él intentó aplastarme; pero, volviendo al tema, lo que me jode de Valdelomar es que era demasiado vanidoso y posero… Eso de autoproclamarse El Conde de Lemos me hace pensar que la vanidad es hermana de la frivolidad.
––La vanidad es el motor del progreso universal –apostilló Iván.
––¿Sábato? ––pregunté algo inseguro.
––Exacto, en El Túnel . ¿Tú tienes alguna buena frase por ahí?
––Una como para ti –dije sonriendo–: hay perfectos hijos de puta que son grandes artistas.
––¿Bryce? ––inquirió dubitativo.
––No, Pérez-Reverte.
–– A ése sí que no lo conozco. Pero yo tengo una mejor.
––A ver lánzala.
––La realidad ofende, pero el trago defiende.
––Esa sí es de Bryce ––le dije convencido.
––No, tú también fallas, chochera. Esa es de mi cosecha personal, ¿qué te parece?
––Bueno… Sin duda es tuya porque sintetiza perfectamente tu vida.
––¿Por qué mierda dices eso?
––Porque tú eres un borracho sin remedio como Bryce ––sentencié dándole palmadas en el hombro.
––¿Y tú? ––preguntó irritado––. Un hijo de puta como Vargas Llosa.
Y sí. Verdad a medias, jodida, jodidísima verdad en cuanto a lo de hijo de puta. Verdad a medias porque, para mi mala suerte, yo no era Vargas Llosa ni podía escribir algo tan bueno como La ciudad y los perros… era, más bien, algo así como el Perro de la Ciudad ––relato que no obtuvo ni una sola mención honrosa en los más de diez concursos en los que participó–– que varias veces intentó huir despavorido hacia una Selva Virgen para encontrarse con su amado pueblo y con la generosa Lima que lo acogió; pero nunca encontró el camino (o se negó a encontrarlo, como suele suceder cuando negamos a Dios).
Talvez el viejo Cornejo, más que un daño, me hizo un favor. El Señor lo puso en mi camino y se lo agradezco infinitamente pues, retirarme inédito de mi oficio de literato me ha otorgado un cierto aire de dignidad. Antes, me creía el Henry Miller de la avenida Arequipa, el Truman Capote que hace décadas Lima y el Perú estaban esperando. ¿En qué rayos estaba pensando? ¿Por qué no te escuchaba, mi Señor?
Ahora sé que mi vida no era una Selva Virgen sino una selva profanada. Y permaneció así mientras no entendí que todos somos mentiras, todos somos pecado; todos menos el Creador. Antes rezaba, pero le rezaba al diablo sin darme cuenta. Y le rogaba que un buen premio literario acalle para siempre mis inútiles escarceos que ––como en el poema de Borges–– entretejían naderías.
No sabía, todavía, que el éxito y el fracaso no son nada más que dos impostores. Atiborraba mi vida con bases de concursos y seudónimos, con ilusiones vanas, sobres Manila, fotocopias de manuscritos olvidados, taxis que me llevaban presuroso a la oficina de Serpost más cercana. Y fue precisamente yendo a dejar un manuscrito que me accidenté, estuve en coma siete meses, y al despertar me encontré con Dios. Empecé de cero, la Biblia me dio las pautas.
"Nadie sabe lo de nadie: DIOS SABE DE TODOS", me dijo al oído Iván Cruz, el día que me encontró en la iglesia evangélica. Lo abracé, lloré y le prometí que le ayudaría a componer la canción soñada, la mejor de todas: Le doy gracias a Dios.
Y así fue.

Comentarios

Anónimo dijo…
Es un cuento simpático, bastante dinámico, con un humor negro que no desentona con su final, un desenlace donde la frustración se viste de esperanza para maquillar la derrota. Me agradaría leer otros cuentos del autor creo que podría dar más de una sorpresa.
Luis M
Anónimo dijo…
http://home.cc.umanitoba.ca/~fernand4/urgente.html
Anónimo dijo…
es un testimonio verídico? me refiero a que si es autobiográfico?
Unknown dijo…
Amigo anónimo: la literatura es siempre ficción. Se puede trabajar sobre la base de un hecho ficcional, pero de allí se ficcionaliza.
Anónimo dijo…
Estimado amigo bloguero:

Tras haber revisado cuidadosamente tu blog La soledad de la página en blanco, el staff de Blogotepeque.blogspot.com ha dedicido entregarte el premio BlogÓscar 2009, tomando en cuenta la originalidad e integridad de tus posts, la frecuencia y calidad de tus publicaciones, la facilidad de navegación de su sitio web, el nivel de influencia y aceptación popular, y el impacto positivo que tienes en la comunidad.

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Un abrazo de tu amigo bloguero,

Alex Schonenberg
Blogotepeque.blogspot.com
Anónimo dijo…
no entendí tu comentario, Camilo, chau
Anónimo dijo…
Sr. Fernández Cozman
usted considera a la Biblia como un libro de literatura? ficción?
Unknown dijo…
Yo lo considero como un texto literario. Saludos, Camilo.
Unknown dijo…
Estimado amigo anónimo: toda obra literaria trabaja sobre la experiencia del autor, pero luego esta es transformada en ficción. Por ejemplo, "La ciudad y los perros" que está basada en la experiencia de Vargas Llosa en el colegio Leoncio Prado, pero dicha experiencia es convertida en una novela, género de ficción. La novela no es un texto histórico, sino que implica el uso de la imaginación.
Anónimo dijo…
Extraordinario. Es el tipo de cuento que provoca que no se termine para seguir leyendo. He leido con el mismo interes y admiracion otros textos de Mazeyra.
Felicidades,
Fernando Morote

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