"Vacaciones de invierno"





La poesía peruana, a partir de los años ochenta del siglo pasado, transita por varias vías. Una primera tendencia pone de relieve la recuperación del legado del coloquialismo anglosajón que predominó a partir de los años sesenta con la obra de Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza. Una segunda busca recuperar los aportes de la poesía de los años cincuenta y regresar a poetas como Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela o Javier Sologuren. Una tercera, por el contrario, enfatiza el hálito neobarroco y se sumerge en la lectura de la tradición.  La reformulación creativa de la poética conversacional, la vuelta al orden y el neobarroco son direcciones hacia las cuales tiende nuestra poesía.
En ese contexto, la poesía escrita por mujeres ha cobrado un auge indiscutible. Hay que mencionar a Rocío Silva-Santisteban, Mariela Dreyfus, Patricia Alva, Magdalena Chocano, Andrea Cabel, Monserrat Álvarez, Victoria Guerrero, entre otras, como testimonio de la importancia de la producción poética femenina en estos últimos años. Allí podemos situar el segundo libro de Ana Carolina Quiñonez que lleva por título Vacaciones de invierno (Buenos Aires: Vox, 2012,  33 pp.), cuya temática gira en torno al erotismo y a la familia como ejes fundamentales.
Frente a la poesía expansiva de algunos representantes de la poesía conversacional (por ejemplo, Miguel Ildefonso), Quiñonez prefiere el verso corto y sentencioso, austero en el empleo de la adjetivación y proclive al uso del encabalgamiento. En tal sentido, su escritura se emparenta con la de Gonzalo Rose en Simple canción o la de Blanca Varela en El libro de barro o Concierto animal. Por ello, Quiñonez toma distancia de la poética neobarroca de Rafael Espinosa más cercana al empleo de la adjetivación y al uso de un simbolismo de cuño distinto, como en su poemario Los hombres rana.
Vacaciones de invierno es un escueto volumen compuesto por quince poemas divididos en tres partes. En la primera (“Lecciones de nado”) predomina un erotismo “animalesco”, basado en la poética del olfato y de la mirada. Me hace recordar el título de un poema del surrealista César Moro: “El olor y la mirada”. Se trata de una poética que Gaston Bachelard llamaría la poética del agua, la que se basa en la fluidez de los afectos. La idea remite a la noción de “Agua sexual”, título de un célebre poema de Pablo Neruda de Residencia en la tierra. Como sabemos, el poeta chileno consideraba que el erotismo aproxima al ser humano a la fuerza cósmica de la naturaleza. Pero también se halla presente en la cosmovisión de Vicente Aleixandre en La destrucción o el amor: la concepción de que la desnudez acerca al hombre a las plantas y animales. Por su parte, Quiñonez yuxtapone elementos que se asocian tanto a la civilización como a la naturaleza: concibe que la piscina es un bosque y que los seres humanos, en el goce sexual, transitan como si fueran peces pequeños. El trabajo con la miniatura, tan importante en la obra de César Moro, se manifiesta en  el poema “El fin de la aventura”: el paroxismo sexual hace que los seres humanos se vuelvan entes pequeños, pues ya no están en una piscina sino solo en una pecera. Ello permite a la poeta cuestionar los convencionalismos sociales a partir del erotismo y del acercamiento a la casa de la naturaleza (“En la casa del árbol/ dejabas de ser un niño”). El yo poético deja de ser la “hija modelo” de sus padres y, por el contrario, se entrega al erotismo como una especie de liberación interior.
En la segunda parte (“Otros lugares”) se explora, más bien, el lado “animalesco” de la relación humana para configurar un bestiario: el animal que observa, atento, la urbe como sinónimo de modernidad, pero curiosamente esas ciudades se hallan desiertas. Sin duda, una contradicción, como si fuera más auténtico ser un animal en el más ilustre sentido de la palabra que caminar en un lugar citadino, pleno de habitantes. Posteriormente, el hablante procede a representar los afectos a través de las figuras de animales aéreos: “El estremecimiento/ es una criatura/ con alas”. Hay aquí una tendencia a enfatizar la importancia de las sensaciones olfativas en la relación erótica (“Tu nuevo olor seduce”, “El olfato de los insectos/ los impulsa/ a perseguir mis movimientos”). Por eso, en el poema “Otros lugares” se ve la oposición entre los animales y la modernización tecnológica. Los conejos, los topos y el lobo se van del bosque; pero parece que ellos no tuvieran espacio alguno en el mundo regido por la tecnología: los afectos también quedan excluidos, pues el final es contundente: “a través de la ventana/ se ve  la nieve/ filas de carros en las veredas/ alguna hojas secas// El lobo abandona el bosque// No hay ofrendas”.
En la tercera parte (“Vacaciones de invierno”) ya no predominan ni los peces ni el agua, sino la familia regida por dos personajes: el padre y la madre. Frente a la poética líquida del erotismo de la primera parte, aquí prepondera la atmósfera más terrestre. En tal sentido, la compleja relación entre el padre y el hijo se desarrolla en “La piel del caballo”. La figura paterna se asocia con la falta de comunicación, pues el padre mantiene la puerta cerrada frente al niño: “El niño/ conoce de memoria/ la entrada a un invernadero/ ahí se refugia/ del ruido de su padre/ y se pasea/ como un caballo// no busca ser invisible/ pero tampoco espera/ que lo reciban/ con las puertas abiertas”.  Casi un juego a las escondidas entre el padre y el hijo, coronado por una situación de desamparo: en el fondo, el niño parece sentirse en una honda soledad. El mismo tema se manifiesta en “Paseos familiares”: “Aún veo/ el asiento vacío/ reservado para mi padre/ en la montaña rusa/ donde me negaron la entrada/ varias veces”. En este caso, observo aquello que George Lakoff y Mark Johnson llaman “metáfora orientacional”, es decir, la basada en las relaciones abajo-arriba, dentro-fuera,  atrás-adelante, rodeante-rodeado, etc. Por eso, “la montaña rusa” se asocia con lo alto y con la esfera del poder paterno, a la cual el hablante lírico no tiene acceso alguno. Pero el “asiento vacío” revela cómo el poder, desde la ausencia, se percibe como algo casi incontrolable. El hablante  se autorreconoce en la casa de los espejos y se ve obligado a dejar un espacio para la figura paterna: “insistí en dejar un espacio/ para él”.  
Ahora bien, La configuración del bestiario (peces, caballo, insectos, etc.) que se evidencia en el libro alcanza su cúspide en la figura de la madre. En “Ningún temporal puede alcanzarte, madre”, el locutor personaje (el “yo”) se dirige a un alocutario representado (el “tú”) para sugerirle que proteja a las crías porque la madre antropófaga puede devorarlas. Imagen mitológica de gran contenido simbólico. La familia se halla totalmente desintegrada, vale decir, hecha añicos. La madre únicamente tiene en mente “los reclamos/ que le harían sus hijos/ cuando le diesen/ la noticia”. Cuando el yo le dice al tú que insemine el vientre de la hembra, entonces sugiere la necesidad de un ritual de fecundación que esté más allá de toda conducta antropófaga.
Vacaciones de invierno es un buen poemario. Quizá en algunos textos (por ejemplo, en “El plástico de los edificios”) la concentración verbal no llega a cuajar plenamente: el poema corto es un género muy difícil. Los maestros japoneses usaban el haiku y en tres versos traducían genialmente la percepción de un instante. Los poetas herméticos italianos, como Giuseppe Ungaretti, manejaban con destreza el poema corto. Al margen de ello, Vacaciones de invierno tiene densidad, hondura y un sugerente simbolismo.



Comentarios

Anónimo dijo…
DISTINGUIDO DOCTOR Y CRITICO LITERARIO, ¿ESAS CARACTERISTICAS SON LAS QUE VE DENTRO DE LOS MUROS DE LIMA SOLAMENTE? ¿Y LA POESÍA DEL INTERIOR, CASO PUNO?
Sí, estimado amigo, tiene razón. No se conoce la poesía del interior del país, por ejemplo, Puno. No me llegan las publicaciones. Envíamelas y comento aquí los poemarios.
Anónimo dijo…
por qué doctor siempre tenemos que comentar los poemas de limeños y limeñas???

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