Emily/ Alexander Campos Soto
Mientes, con el corazón en la mano, siempre mientes.
Mientes, sin pronunciar una sola palabra, siempre mientes.
Te quitas el abrigo y te sientes pleno, con el estómago vacío pero satisfecho de no hacer nada. Luego procedes a ensayar un desgano mal dosificado con esa mueca de vicisitudes infranqueables que te regalaron los años malbaratados.
Un vetusto televisor blanco y negro encendido, una radio portátil en el suelo escupe noticias del espectáculo mientras recibe toda la fuerza del sol que, hostil e impenitente, se cuela por la ventana, y un juego de corbatas sucias colgando de la manija de la puerta. Todo lo miras con atención, mientras mientes: la almohada sobre tus piernas y tus codos sobre la almohada, el terno en una orilla de la cama y una toalla higiénica impecable percude el velador (¿de dónde la sacaste?, ¿dirás la verdad?, no, porque, ambos lo sabemos: tú, mientes). Un vaso de vidrio con agua mineral y dos pastillas para combatir la ansiedad descansan sobre una Biblia robada de un hotel de mormones que se crisparon al verte llegar borracho aquella noche que el editor se cagó en tu primer capítulo.
El espejo en el techo que pusiste agotando tus últimos billetes y soñando con parejas itinerantes, novias y putas, quizá alguna compañera de la Universidad o el resultado de un flirteo en los saunas que visitas los sábados por la tarde. Pero no hay nada, ese espejo sólo conoce tus pijamas de veterano solitario y tus calzoncillos níveos que cambias cada tres días. ¿Mentirás ahora que suena el teléfono y sabes que te pedirán, una vez más, que pagues la deuda que contrajiste al comprar el ajuar funerario que alquilas cada muerte de obispo? No, no mientes. No puedes mentir cuando caminas por la avenida Zarumilla y pasas por la tienda de Emily, intentas decirle algo y aceleras el paso, cobarde. ¿Qué es mentir para ti? Disfrutar de películas del cine mudo, hundir tostadas en un té frío y hurgar tus narices mientras repasas cómics que te sabes de memoria.
Hace tres horas que sigues pensando en lo mismo: qué hice para merecer esta vida, en dónde se quedaron atrapados mis sueños, por qué Emily me resulta tan inalcanzable, qué estará pensando mi madre de mí, por qué siempre termino haciéndome las mismas estúpidas preguntas.
Nada ayuda, todo es un infierno para ti, menos el manuscrito, garrapateado con correcciones y notas a pie de página, que reposa en una caja de cartón debajo de la cama, ¿verdad? El título provisional es parco y más obvio que tú falta de talante: EMILY. Sí, con mayúsculas. Once capítulos y un colofón con un final efectista: la plagias, la violas y luego te envenenas. ¿Te parece buena una novela tan poco original? Sí, respondes en silencio, pero no te creo porque tú siempre mientes. ¿Por qué dejarla viva después de haberla vejado durante meses? ¿Vale la pena vivir luego de ser ultrajada por un onanista infecto que nunca conoció enamorada? ¿No sería mejor cumplir con las botas puestas con las penalidades de la cárcel? No, jamás. Un cobarde como tú no aguantaría 24 horas en la cárcel. ¿O sí? Mientes.
Ahora vuelves la mirada y detrás de ti, Emily descansa, duerme y un leve sudor ilumina su semblante y la hace más apetecible. ¿Lo harás? ¿Te atreverás? Dime cómo hiciste para que llegara a tu cama, ¿la drogaste o acaso le vendiste mentiras como sueles hacerlo con la gente te tiene la mala fortuna de prestarte atención?
Te acercas, puedes percibir su aliento, no quieres despertarla pero ya es demasiado tarde:
–¿Qué pasa? –te pregunta con un marcado desasosiego.
–Nada –respondes, mintiendo una vez más–. ¿Quieres leer mi novela?
–No lo sé –te dice tratando de comprender–. ¿Qué novela?
–Mi novela, la que se llama como tú: EMILY, con mayúsculas.
Ella no entiende y tú sabes que una y mil vidas no alcanzarán para entenderte:
–Tengo un mejor nombre, pero es un secreto que sólo puedo compartir contigo.
Te acercas, despacio, respiras sobre su oído. Preparas las palabras, tratando de no mentir, pues tiene que saber lo que ahora le espera:
–El ajuar funerario de Emily.
Escritor peruano (Santa Cruz, Cajamarca, 1990). Ha publicado en el “Diario la costa” de Venezuela, en la revista “Letralia” y en los blogs de los críticos: Camilo Fernández Cozman (miembro de la Academia Peruana de la lengua) y de Gabriel Ruiz Ortega. Sigue estudios de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad San Martin de Porres.
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